I'll send an SOS to the world,
I'll send an SOS to the world,
I hope that someone gets my…
I hope that someone gets my…
I hope that someone gets my…
Mierda en una bolsa
Mierda en una bolsa ♪
Recuerdo cuando, décadas atrás, sacaba a pasear a mi perrita en Buenos Aires (de niño aún no comprendía la crueldad que significa tener un animal como mascota, especialmente en la ciudad), cómo el animal instintivamente iba directo a los miserables pedacitos de tierra que se deja en las veredas, algunos vecinos dejaban un par de metros cuadrados con césped pero la mayoría sólo el típico cuadrado en la base de los árboles. El animal olfateaba, hacía sus necesidades y, una vez acababa, él mismo con sus patitas traseras echaba tierra encima de su regalo. Lo primero que noté cuando vine a vivir a España fue que en Barcelona ciudad el miserable cuadrado en cuestión está cubierto con una tapa de material con apenas un par de canaletas de respiración, incluso no es raro ver la base del tronco de los árboles cubierta con cemento. No me extrañaría que en el futuro acabaran encerrando los árboles en cabinas de vidrio, sellándolos al vacío o plastificándolos directamente y así acabar de eliminar la “mugre” que generan estas alimañas de la naturaleza.
En el pueblo de la zona en que vivo actualmente, el ayuntamiento invierte en personal de jardinería para mantener ese aspecto artificial tan bonito en los arbustos y arbolitos raquíticos de las veredas, parecen de utilería, luego, en contra de toda lógica, pone un cartel prohibiendo que los perros hagan ahí sus necesidades, ¡no sea que arruinen su obra de arte! Se preguntarán entonces dónde hace la gente mear al perro aquí en España; dado que aquí al parecer es lo normal, sin disimular el dueño mismo arrima al perro al umbral de la puerta de alguna casa o a la rueda de algún coche o moto. Con el “premio mayor”, cuando no queda en medio del camino para “dar suerte” al peatón, como pasa la mitad de las veces, el proceso es más sofisticado, el dueño tiene que recogerlo y tirarlo al contenedor de basura en una bolsita de plástico. De ahí en más, ¿qué le parece más probable?, ¿que el personal de la planta de reciclaje de desperdicios separe la materia orgánica o que la mierda acabe enterrada dentro de la bolsa como “mensaje en una botella” para los arqueólogos del futuro1?
En algún un día de campo se habrá agachado en medio del bosque a hacer sus necesidades y probablemente habrá notado cómo las moscas se encargan de lamer nuestro desecho hasta dejarlo seco y sin olor. Sea nuestros restos de comida, un cadáver, o cualquier substancia orgánica, siempre hay algo en el complejo y al mismo tiempo simple y directo sistema natural que se encarga de reciclarlo. Así de maravillosa es la naturaleza, lo que para uno es desecho para el otro es necesidad, todo convive en equilibro. Pero a nosotros, perdidos como estamos en las abstracciones pedantes de nuestro mundo “evolucionado”, nos da terrible asco que hormigas o moscas invadan nuestro espacio intentando limpiar nuestros restos. Ayer mismo, de visita en la urbanización de prefabricadas que mis suegros (españoles) llaman “camping”, vi a mi suegra deliberadamente rociar veneno para hormigas sobre los platos con restos de comida que habían quedado al acabar de almorzar.
Como es mi costumbre, sigo intentando amenizar mi discurso con alguna broma, pero cada vez me cuesta más, siento que alimento lo que llamo “efecto Homer Simpson”, cuando limitarse a reírse de la propia estupidez y por ende la propia estupidez se vuelven crónicos.
«Hoy día todo es más fácil», dicen mis suegros, y tienen la casa llena de artilugios electrónicos que hacen su monería apretando un botón, de los cuales la mitad no se usa y la otra no se sabe usar. ¿De dónde viene esta confusión?, en las series de televisión los americanos nos refriegan por la cara su supuesto nivel de vida, sus cocinas de gloria, espaciosas, con la mesa central que llaman isla y los hornos y hornallas enormes, no por casualidad impecables porque para mantener todo esto tienen que comer cada día de pié comida chatarra en un puesto en la calle en la media hora de descanso del trabajo. Material o abstracto, en Estados Unidos todo está a la venta, no por nada “comodidad” se asocia con holgazanería y “comfort” con estatus: «Ni caminando ni en bicicleta, en coche, ¡como todo un señor!», dice mi suegro, orgulloso de sus logros en la vida. Alrededor del mundo, el promedio tiene el coche para ir al trabajo y trabaja para mantener el coche, lo que a su vez mantiene la mansión en Miami del dueño de la petrolera que, a su vez, cerrando el círculo vicioso, cumple sólo la función de símbolo de estatus (el efecto Homer Simpson no afecta sólo al proletariado): la mansión queda ahí vacía, muerta de risa, esperando que el inmigrante saque fotos desde la calle y las envíe a su familia en México bajo el título: ¡Mira qué bien viven estos gringos!
Ya siendo niño observaba en algunos amiguitos de mi barrio una actitud que desde entonces me ha parecido repulsiva; los apodé “Los pibes del fa qué bueno”. Para que me entiendan, ¡Fa, qué bueno!, es la expresión coloquial en mi país análoga al Wow, dude! americano o el ¡Ala tío, cómo mola! español, expresión típica del imbécil deslumbrado por los cromados de la moto chopper, la cifra exorbitante en el documental hortera de turno, el artilugio tecnológico de última generación… Los americanos continuamente refuerzan y explotan esta debilidad mental, redefinieron hobby como “insaciable deseo de tener más” (consumismo) y se refieren a esta condición como aceptable. A través del lente de esta cultura americana ya impuesta mundialmente, ser “fan” de esto u aquello ya a todos nos suena normal, inocente. También nos enseñaron a distinguir este fanatismo de su versión enfrema, el que padece el terrorista islámico y, a su vez, a distinguir éste último de otra tendencia normal, perfectamente comprensible a una edad en que los cambios hormonales y el conflicto psicológico juegan un rol importante, la del adolescente americano que un día nublado decide llevar su revolver al colegio y acribillar a maestro y compañeritos de clase después de haber matado a sus papás y hermanitos en casa. Evolución, progreso, nuevas tecnologías, pepsi y coca cola.
Bromas aparte, analicemos ahora las consecuencias de nuestro entorno artificial desde el aspecto humano y social. Suelo comparar América del Sur con Europa porque a mí la experiencia de migrar me sirvió para reforzar lo que venía observando acerca de la evolución del hombre, cómo la pérdida de contacto con lo natural ha ido debilitando lo que a mi entender debería ser el cimiento de nuestra inteligencia: el instinto. Aunque hoy día los medios de comunicación han estandarizado cultura y costumbres en el mundo entero a una más o menos lograda imitación del American Way of Life®, supongo es la memoria genética lo que sigue marcando la diferencia en este aspecto, el europeo lleva muchas más generaciones criándose en un entorno superpoblado y artificial. En muchas oportunidades escribí acerca de esto y no está de más parafrasear al respecto, el instinto es lo que nos conecta con la naturaleza y necesita ser retroalimentado por ésta, especialmente en los primeros años de vida. No me refiero necesariamente a criarse en la selva sino a disponer de tiempo, espacio, condiciones para que no todas nuestras actividades estén recortadas y reguladas y así permitir que evolucionen de manera natural. Y voy a recurrir a un ejemplo que utilicé en mi primera novela: cuando los niños podían jugar solos en la calle aprendían a organizarse grupalmente de manera natural, en mis épocas, con mis amiguitos del barrio improvisábamos juegos, paseos, construíamos nuestros propios juguetes, además aprendíamos a ser responsables, porque mientras jugábamos en la calle no había adulto dando órdenes o cuidándonos, sabíamos que responsabilidad y consecuencias de nuestros actos corrían por nuestra cuenta. ¿Cómo se cría un niño hoy día?, o bien encerrado en un piso de departamento mirando televisión o bien encerrado en un aula de escuela tragando lo que la maestra enseña (a leer y escribir seguramente no) o bien encerrado en un patio con otros mil niños gritando y corriendo aleatoriamente cada uno por su lado. Esta falencia en la educación se nota en la forma en que estos individuos se desempeñan luego en la vida adulta a todo orden y nivel, por ejemplo, la única forma que conocen de entretenerse es reproduciendo su experiencia del patio de escuela, amontonarse y aturdirse. Llevo diecisiete años viviendo en España (corre el año 2018), de los cuales los primeros cinco fueron como inmigrante ilegal, lo que me obligó a merodear las calles de Barcelona centro cada día, esto implica que, en verano, también me tocó convivir con turistas del resto de Europa, de ahí que me atrevo a hacer extensiva la siguiente crítica al europeo en general, va por la vida desconectado de su entorno, como si estuviera solo y sus actos no afectaran a lo que le rodea, se trate de personas u objetos. El español en particular, nunca asume responsabilidad, sean cual sean las consecuencias de sus actos, ante cualquier reclamo lo remiten a uno al ayuntamiento o a la policía, quienes tampoco asumen responsabilidad. Que es lo que pasa en mayor o menor medida en todos lados, consecuencia de cómo la gente vive y convive hoy día, especialmente en la gran ciudad, salvo que en el europeo, por lo que mi discurso viene insinuando, esta fractura, esta insensibilidad, es mucho más profunda y arraigada.
Un punto determinante es el número. Cuando el grupo es pequeño, jugar cuaja espontáneamente en actividad organizada. De más está explicar que esta forma sana de relacionarse se ve saboteada continuamente por el entorno de ciudad.
El entorno que creamos es saludable para el coche, que es lo que lleva al proletario al trabajo. Las ciudades, con sus edificios, supermercados, sirven para acortar distancias y así optimizar procesos de producción y consumo. Ningún aspecto de la ciudad tiene en cuenta nuestro bienestar. Veo poca diferencia entre la ciudad y el tambo moderno.
La ciudad no nos provee siquiera lo mínimo para sobrevivir: aire (oxígeno), agua y comida vienen de fuera. Esta colmena de cemento que hemos creado no es nuestro hábitat, no nos mantiene, por el contrario, la ciudad es mantenida por nosotros. El entorno artificial que hemos creado no se autogestiona como el natural, requiere mantenimiento artificial, cuanto más artificial el entorno más mantenimiento artificial es necesario. A su vez este proceso de mantenimiento requiere su propio mantenimiento y este submantenimiento otro y así seguimos sumando capas de complicación que siguen todas bebiendo de la única fuente real: la naturaleza. Y lo que es peor, las ciudades siguen creciendo y robando cada vez más espacio a lo que realmente nos provee y aún más espacio es robado cada hora por la explotación viciosa del campo necesaria para mantener las comodidades de la ciudad. No obstante el principal problema sigue siendo que nadie parece ver nada malo en nuestra forma de vivir, los Pibes del Fa Qué Bueno siguen alabando lo que llaman “progreso“. Progreso que en la práctica significa que, ahora, para rascarnos la oreja tenemos que pasar el brazo por debajo del culo. Y si nos guiamos por lo que cuenta la historia sabemos que las “soluciones” por venir difícilmente signifiquen simplificación, al contrario, en el futuro tal vez tenga uno que dejar su país o viajar a otro planeta para rascarse la oreja.
Pero el hombre no da brazo a torcer, sigue inventando pretextos para justificar su sinsentido. En definitiva no ha sido la necesidad sino la vanidad la que lo ha movido a complicarlo todo, y la misma vanidad le impide asumir que su supuesta inteligencia “superior” no va a arreglar lo que ella misma ha venido rompiendo.
No sólo porque el concepto “ecología” se a visto manoseado y tergiversado por vendedores y políticos, la confusión es profunda, salvo cuando se trata de una bonita vista en el horizonte para el ser humano naturaleza es sinónimo de mugre. Este rechazo arraigado por la naturaleza me induce a elucubrar hipótesis delirantes, por ejemplo que nuestra especie originalmente evolucionó en otro planeta y es esta memoria de su vida pasada el origen de su pulsión irracional por modificar el entorno. La verdad es que, así la vistan con argumentos científicos o la disfracen incluso de ecológica, cualquier acción que el ser humano tome de aquí en más que no tenga en cuenta que la naturaleza sabe más que nosotros, que tenemos que seguir aprendiendo de ella en lugar de querer enseñarle sólo va a empeorar la situación.
Pongamos el caso ideal, teórico, en que todos finalmente tomáramos conciencia y acordáramos honestamente empezar de a poco a enderezar el rumbo para nada menos que sobrevivir como especie. Caeríamos en la cuenta de que cambiar nuestros hábitos no es suficiente, sea cual sea el nuevo modo de vida propuesto difícilmente coexistirá amablemente con el entorno natural si es (pasivamente) adoptado por siete mil seiscientos millones de personas que somos actualmente.
Es fácil entender la psicología del hombre. Esperar la gran catástrofe natural que nos obligara de golpe a sentar cabeza (argumento del que abusa la literatura de ficción y especialmente y por obvios motivos la religiosa) es contar con que mamá en un punto se cansa de nuestras trastadas, nos propina una soberana paliza y solucionado el problema. Hubo un punto en nuestra evolución en que la naturaleza dejó de ser capaz de controlar nuestro crecimiento demográfico, deberíamos considerar que probablemente mamá ya no está ahí para salvarnos. El próximo “pequeño paso del hombre” que significará “un gran salto para la humanidad” será superar la adolescencia.
(1) El plástico tarda entre 100 y 1000 años en biodegradarse.
©2018 - Walter Alejandro Iglesias