Para entender el mal sabor que me quedó al visitar mi país, Argentina, hay que haber vivido como yo muchos años fuera. Especialmente porque fui con la esperanza de que allá la enfermedad del mundo no estuviera tan avanzada como aquí en Europa. Angustiado por no poder encontrar en España, donde resido desde hace quince años, un lugar saludable donde vivir, un lugar tranquilo y con un poco de naturaleza, pensaba, como sería de esperarse, tener más suerte nada menos que en la Patagonia.
El pasado verano (invierno allá), año 2016, nos subimos con mi mujer al avión, descansamos del vuelo un par de días en Buenos Aires y subimos al autobús que nos llevó hasta el Bolsón, un pueblo en la provincia de Río Negro al que no había visitado nunca. Cuando llegamos llovía (luego nos enteramos de que la lluvia no iba a cesar), nos refugiamos en un bar y llamamos por teléfono a la gente que nos alquilaría una cabaña, con quienes habíamos contactado previamente desde Buenos Aires. La dueña de las cabañas bajó a buscarnos en su coche. Mientras subíamos (el pueblo está encajonado entre cerros, supongo de ahí viene su nombre), esta típica porteña (porteño: oriundo de Buenos Aires), que así la abandonaran sola en el medio del Sahara seguiría dando la sensación de que siempre tiene algo más importante que hacer que lo que está haciendo ahora, se adelantó a aclarar que muchos de sus clientes se desilusionaban por no encontrar suficiente actividad recreativa. «Porque son idiotas», le respondí sin dilación. Se sabe que la expectativa del turista normal es apreciar las buenas vistas de la naturaleza desde la ventana del hotel con discoteca, casino y pileta climatizada. Intentando ubicarla en nuestro punto de vista le expliqué de qué veníamos huyendo nosotros, le comenté que vivíamos en una urbanización en la montaña, pegada a un parque natural, que en teoría debería ser un sitio tranquilo, no obstante la autopista que pasa por el medio del pueblo, el quad y motocross, las moto sierras, motocultores, cortadoras de césped, perros alarma, cacería de jabalíes, fiestas de pueblo con amplificación que se oye desde Francia y un largo etcétera se encargaban de lograr el efecto contrario. No respondió, ni lo hizo mientras duró nuestra estadía en su cabaña y con razón; después de la cantidad de quilómetros de avión y autobús que habíamos hecho nos encontramos exactamente con lo mismo que habíamos dejado. Y si pudimos estar medianamente tranquilos fue porque, salvo un par de días despejados que nos permitieron pasear y conocer el lugar, llovió torrencialmente desde que llegamos hasta que nos fuimos. Dato relevante, según ella misma nos comentó, la lluvia reemplazó la nieve, no hace muchos años nevaba en el Bolsón. Adivinen por qué el clima cambió. Durante nuestra estadía en sus cabañas toqué varias veces este tema charlando con nuestra anfitriona, que siguió mordiéndose la lengua hasta el día que nos fuimos (ya no tenía nada que perder, monetariamente) en que finalmente declaró su forma de pensar, y su argumento fue exactamente el mismo que se esgrime en España para justificar la deforestación: el peligro de incendio, «No puedo arriesgarme a perder mi inversión», dijo. Dado que era una chica inteligente y culta podría haberle “recordado” (información hoy día al alcance de cualquiera) que basta saber en qué consiste la fotosíntesis para deducir que la deforestación es la principal causa del efecto invernadero, del cual se sabe que una de sus consecuencias es justamente agravar el peligro de incendio forestal, me abstuve de discutir porque también tengo claro que el lavado de cerebro y la negación psicológica convierten al más inteligente en necio. Además, es obvio que esta gente no se mudó a la Patagonia buscando naturaleza y tranquilidad, al igual que otros tantos porteños que fueron ahí a “hacer negocio” esta mujer no dejó Buenos Aires, lo cargó en la mochila; cuatro coches, motos, cinco perros, cinco smartphone, alarmas en cada casa y coche chiflando a cada rato, ochenta faroles encendidos toda la noche..., el único vicio al que al parecer renunció fue el cigarrillo pero no por su salud o la de sus hijos sino también cuidando su inversión (de los incendios). Una de las cabañas que nos ofrecía era lo que acá en España llaman “pareada”, ¡íbamos a estar oyendo las conversaciones del vecino! Así está el Bolsón; el que no tala hasta el último árbol para explotar la tierra lo hace para cubrir hasta el último metro cuadrado con cabañas para turista, y lo que no es huerto o cabañas es villa miseria (barrios de chabolas). Además de los perros (donde vivo ahora cada uno tiene tres, allá había quince en cada casa) cabe mencionar también al tero, que es un ave típica de la Pampa argentina; siendo niño solía verlos en medio del campo, desde arriba del coche cuando íbamos a veranear con mis padres, si parábamos a descansar al costado de la ruta el tero no se acercaba a uno a menos de cincuenta metros. Hoy día en el Bolsón pasa con este bicho lo que pasa en Barcelona con gaviotas, palomas y últimamente la cotorra argentina, se ha convertido en plaga, rata de ciudad. Es grande como una gaviota y chilla constantemente igual que la cotorra argentina porque al igual que ésta también es territorial, con lo cual caminar por las calles del Bolsón implica aguantar, además del perrerío, tres o cuatro de estos bichos parados en cada esquina como maruja en puerta de conventillo protestándole a uno al pasar.
En definitiva, un lugar que hace no muchos años era un paraíso hoy día no ofrece mejor calidad de vida que un barrio del centro de Buenos Aires. Y según nos contaron, en verano está atestado de gente al punto que hay que hacer cola en el supermercado; estamos hablando de lo que aquí en España llaman “gran superficie” que ocupa una manzana, y no uno, había dos pegados en la carretera en medio del pueblo. Cuando el Bolsón ya no signifique atractivo turístico, los inversores que tengan resto irán a repetir el proceso de devastación a otro pueblo. Los que no, quedarán tocando el bombo con los piqueteros en la plaza echándole la culpa de su desgracia al gobierno (concierto que tuvimos que aguantar varias de las noches que pasamos ahí, dicho sea de paso).
Alguno dirá que fue tonto de mi parte esperar tranquilidad en un sitio turístico. Habíamos tenido en cuenta evitar centros turísticos como la ciudad de Bariloche, pero al no tener coche no podíamos tampoco arriesgarnos a caer en un lugar demasiado apartado. Igualmente estas especulaciones son puramente teóricas; después de quilómetros y quilómetros de nada así uno caiga en una población de apenas veinte manzanas, todas las casas se amontonan al costado de la ruta, cada una con cinco perros, se tala hasta el último árbol y nadie hace más de cinco metros sin subir el culo al coche. ¿Resultado? El único que podría vivir tranquilo en la Patagonia es Benetton, por supuesto si viviera ahí, cosa que dudo.
Como pasa en todo el mundo. El fallo está en el cerebro humano.
Naturaleza, tranquilidad e intimidad, tres puntos indispensables para vivir de manera saludable, lujo que pronto ni siquiera un millonario podrá darse. Así de inteligente es el hombre. Y ahora quieren ir a Marte, yo los metería a todos en una nave y los enviaría a Marte, PELOTUDOS, especialmente a los que creen ser realistas y pragmáticos pensando sólo en la guita, a ver si así aprenden de una vez por todas dónde está la riqueza. Nuestra salud, nuestra vida, dependen de la naturaleza, toda especulación, plan de vida, negocio, que no se construya sobre este cimiento a largo plazo está condenado al fracaso.
Sin entrar en detalles con respecto a lo que observé en la gente que reencontré después de tantos años en Buenos Aires (yo también fui porteño) voy a intentar cerrar la idea. Siendo joven, entendía apenas formalmente cómo la familia iba siendo desmembrada por la vida moderna, no comprendía la gravedad del problema. Recuerdo vagamente (por eso no soy capaz de citar) sociólogos americanos hablar de este tema, problema que Estados Unidos, actual padre cultural de la mayor parte del mundo, tiene asumido desde hace décadas; yo miraba de reojo estos argumentos porque tampoco me interesaba idealizar el concepto. Hoy veo con total claridad (ayuda que el problema se ha acentuado como era de esperarse) cómo la familia se ha visto reducida a un contrato formal, donde un par de adultos asumen obligaciones político-económicas con respecto a sus hijos. Cuatro paredes, un techo, el coche que usa papá para ir al trabajo, otro que usa mamá para ir al suyo y un utilitario para llevar los niños a la escuela o en su defecto a la casa de los suegros, que esperan con el televisor encendido para sentarlos en frente. Luego, el “hogar” no estaría completo sin mascotas, el utilitario también sirve para llevar los tres o más perros al parque que está a dos cuadras, el resto del día quedan solos en casa ladrando a los vecinos. La convivencia y comunicación se limita a combinar horarios con el guasap. Ahora bien, esto funciona en los llamados países “desarrollados” pero, por ejemplo, en los sudamericanos el efecto de esta cultura es aun más devastador, ese anhelado American Way of Life es un Papá Noel que nunca llega, o pasa de largo. ¿Por qué estos países nunca llegan a “desarrollarse”?, ¿porque son vagos, corruptos?, vagos y corruptos existen en todas partes del mundo, para eso se inventó la economía y la política, la razón por la cual nunca van a acabar de desarrollarse es que el sistema en sí mismo es corrupto de raíz, básicamente no es “sustentable”, ninguna mentira es sustentable, de ahí lo de que “tiene patas cortas”. Toda esta gente de países subdesarrollados vive y muere anhelando esta supuesta “calidad de vida”, sacrifica su verdadera riqueza y valores (la familia en América del sur está igualmente mutilada) por perseguir una meta ficticia. Antes que el sistema, lo que está corrupto es la misma gente que se deja engañar con chucherías, en definitiva al “sistema” lo hacemos y mantenemos entre todos.
Ayer vi un documental hecho por un ruso acerca de la vida de una niña en Corea del norte y, honestamente, no siento más pena por esta niña que la que siento por el resto de niños y adultos del mundo.
©2017 - Walter Alejandro Iglesias