LAS ENSEÑANZAS
DEL SEÑOR
ROQUESOR
© Walter Alejandro Iglesias 2000
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Las enseñanzas del Señor Roquesor nació en forma de pequeños escritos a golpe de bolígrafo que repartía entre algunos amigos del barrio. Siguiendo el sentido común escribía en el idioma del público que tenía a mano, de ahí los guiños a series de televisión y películas taquilleras y el tipo de humor y códigos. En ocasiones el protagonista y algunos personajes hablan con acento y utilizan términos del “lunfardo”, que es la jerga del “porteño”, como se apoda al oriundo de Buenos Aires capital. Otra demanda del público argentino que en aquel entonces intentaba satisfacer es la genuina improvisación, especialmente en el humor. Así y todo no me era fácil seducir a los pocos amigos del barrio que tenían iniciativa por la lectura. En resumen, me había propuesto decir lo que yo al menos consideraba importante disfrazado de algo chabacano con tal de no espantar a mis pocos lectores potenciales. Teniendo en cuenta además que no cuento con formación académica en letras no pretendo que la presente novela satisfaga al que la juzgue desde el punto de vista escolástico, igualmente, a riesgo de lavar su folclore intenté adaptarla al público general porque sé que quien logre unir el collage tácito en sus retazos se llevará más de lo que espera.
El Autor
Desde muy fuera del Universo,
desde invisibles parajes
llega un nuevo
profeta.
Hoy,
camina
entre nosotros;
vagando por la Tierra
anuncia la llegada de un fin…
y un nuevo principio.
A los sobrevivientes,
a mis amigos-enemigos.
… y desde la altura vio los eucaliptos empequeñecer, al Dios con Alpargatas jugando en los Campos Verdes, al Payaso de Mármol escondiéndose entre los escombros del arte, a la Ñata desparramada en su silla con la cotorra cagándole la ropa, al Pequeño Nico dando vueltas en círculo intentando escaparse de los hombres, en fin, Porlan convergía en un punto al tiempo que se engrandecía en la Séptima de sus Cabezas. El manto blanco arropó lo que fue, el horizonte volvió a revelarle su redondez y los azules a llenar sus ojos, estrato éste desde donde la Tierra se mostraba hermosa, recordándole su primera experiencia, cuando sobrevolando el maizal de luces se dijo, ¡Cuánta energía emanan estos seres! Y volvió a retumbar en su mente el severo acertijo, ¿Será esto la muerte? ¡El futuro le aguardaba con su congelado abrazo!
«¿Es la felicidad una cínica demostración por el absurdo? Verán, de los cardos que la vida sembró en mí brotarán púas, espléndidas, violáceas, se erigirán como columnas, cada punta filosa herirá una parte del cosmos. A la distancia se las verá abalanzarse en direcciones opuestas, desvelando mi verdadera imagen: curiosa planta biónica de madera, carne y metal».
Tales fueron sus últimas palabras a sus no-discípulos quienes habían ido a despedirlo al escondido paraje del despegue.
—¿Por qué es necesario sufrir? —balbuceó Son Toniutto, el más sensible.
—No lo sé querido amigo —respondió grave y melancólico el Septcéfalo—, realmente, no lo sé.
Selló su mirada tierna la puerta de heladera que completaba la hermética carcasa. Quedó un silbido grueso perdiéndose entre las estrellas y un vacío de infinita masa que los absorbía a seguir creyendo en ese no lo sé.
Claro, no iba a ser fácil construir una nave espacial, conseguir lo necesario iba a llevar al menos un par de meses. Antes había que planificar, para esto Roquesor tiene su bolsa de churumbeles donde revolviendo encuentra el tornillito, el pedazo de cartón, el alambre, que como decía su tía Ñata, “Aunque no lo parezca, todo para algo sirve”, luego adecuando o más bien resignando la gelatina que uno tiene en el cerebro al dilema geométrico en cuestión se da forma a la idea. Para semejante artefacto cabía usar el mismo método pero a escala. Roquesor caminó, revolvió la basura, la chatarra en los baldíos, los fierros de los corralones, ojeó revistas, vio películas, series de televisión… Poco a poco fue reuniendo el material que en una noche de verano gestó la forma final. Luego el problema era cómo la sacaría de la atmósfera.
Tomando unos mates en su taller discutían los detalles con Son Setaro, aficionado a la mecánica.
—Si pretendo salir del sistema solar tengo que ir aún más rápido que la luz —dice Roquesor.
—¿Le vas a meter naftalina al tanque? —Setaro riéndose.
Esa misma noche montaron la nave sobre una báscula de depósito, pesaba media tonelada. Roquesor utilizó un horno a microondas roto para bombardearla con radiación, aceleraba sus partículas hasta distintas frecuencias a la vez que testeaba con un afinador de guitarra eléctrica. Después de días de intentos, en la soleada tarde del veinticinco de abril de dos mil uno se dio el hallazgo, los átomos, todos y cada uno vibraron en unísono perfecto, conviviendo en la longitud de onda adecuada dejaron ver a través de sí. Al mismo tiempo la báscula indicaba cada vez menos masa, cien, cincuenta, veinte, cinco, dos. Cuando llegó a cero emitió un destello acompañado de un dulce silbido y un desplazamiento de aire en todas direcciones. ¡Sí!, gritó Roquesor, al ver la nave convertirse en luz. El Narval, así lo bautizó, ya estaba listo para su primera prueba de vuelo.
Aquella tarde del veintiséis convenció a Son Tatú para que lo acompañe en el debut de vuelo del Narval. El Golondrino, como Tatú apodó a Roquesor por su afición a viajar, ya había elegido el lugar definitivo del despegue para el gran viaje, un paraje escondido en los Campos Verdes, donde trenes abandonados, ruinas de galpones, fantasmas de trabajadores y alguna gallina indiscreta fueron testigos de la hazaña cibernética, con su silbido característico el Narval desapareció ante la vista de todos, esta vez en una de las tantas pruebas preliminares. Tal como se lo había propuesto, Roquesor no se conformó con alcanzar la velocidad de la luz, adicionó a su convertidor de masa plaquetas de la máquina de rayos que habían robado con Son Toniutto de la sala de primeros auxilios de Porlan. Otros amigos del barrio, Mencho San y Manuel Vera, también aportaron alguna tecnología, un mando de televisión, un reloj deportivo con cronómetro y una linterna de plástico verde. El reloj serviría en la prueba para medir la velocidad de la nave. Luego de reflexionar, Roquesor juzgó conveniente realizar la prueba en un lugar abierto, porque aunque en este caso inferior, la velocidad de la luz seguía siendo un límite, con trayectoria forzosamente recta cualquier objeto en medio provocaría una parada no deseada, y si el obstáculo tuviera las propiedades de un espejo o lente desviaría críticamente el rumbo. Por supuesto seguir rumbos desconocidos no era la preocupación del Golondrino sino la evidente catástrofe de chocar y materializarse en una estrella como el Sol. No así en un planeta de atmósfera escasa porque todos los agujeros de la nave habían sido perfectamente sellados, la puerta de heladera vieja cerraba herméticamente, la ventanita situada estratégicamente sobre la cocina a garrafa llevaba burletes de goma bien gruesos, y por si fuera poca tanta precaución, un par de plantas de interior renovarían el oxígeno. En resumen, la luz no se estrella, rebota, o mejor dicho se refleja, la dirección de despegue más aconsejable era hacia arriba. Ahora bien, una vez se convierte en luz, ¿qué le da dirección? Este punto también había sido resuelto por el ingenioso Golondrino, su convertidor de masa discriminaba las distintas partes de la nave, el cilindro de ladrillos refractarios de dos metros de diámetro que conformaba el fuselaje servía de foco, el secreto consistía en desfasar su conversión unos nanosegundos, mantener su estructura en un sutil punto intermedio entre partícula y onda (al que más tarde denominaría estado NON) y una vez el resto de la nave estuviera en camino se completaría la transferencia de esta parte rezagada. A la vista el proceso era imperceptible. Así y todo, si no fijaba bien las coordenadas incluso ir de un punto a otro de la Tierra podía resultar peligrosamente incierto. Imposible en forma directa, había que hacer escala en la Luna o rebotar en algún satélite. La distancia a un satélite no daba margen a la prueba de velocidad, no obstante era la opción más práctica para el traslado, hay muchos satélites y a toda hora. Además de lo considerado anteriormente el destino debía ser despoblado para evitar testigos no deseados y su orografía ser conocida. A las cuatro de la tarde seguían mirando la tele y tomando mate con Tatú dentro de la nave cuando al corregir por enésima vez la antena del televisor la dirección triangulaba con el destino fijado: La Banderita, sierra chica situada a unos setecientos kilómetros que el Golondrino conocía de haberla trepado mientras veraneaba en Córdoba cuando era niño. Luego de respirar hondo y mirarse con Tatú, Roquesor accionó ligeramente la palanca. Su primera fantástica experiencia fue ver sus cuerpos transparentarse, volviéndose también más brillantes. Por acto reflejo empujó la palanca a su posición inicial, ¡recordó que aún no había probado el convertidor de masa en materia orgánica! Sonrieron al comprobar que todavía estaban vivos y en una sola pieza. Tatú se tocaba los huevos. Pero no había tiempo para entretenerse, ¡se iba el satélite!, esta vez tiró de la palanca sin miedo, el televisor perdió la señal, el techito de zinc a media agua que acababa el fuselaje empezó a chasquear y un frío repentino empañó la ventana. Al pasar el trapo al vidrio apareció el mástil aguantando el chaparrón, en la punta aún conservaba la banderita de chapa oxidada, tal como Roquesor la recordaba de su niñez. ¡El Narval ya descansaba en la cima de la sierra!
—Ya esta parando la lluvia —avisa Tatú.
—Conviene esperar a que oscurezca así ves con claridad la trayectoria de la nave. Mientras tanto podemos patear un rato por la sierra y de paso juntamos madera para el fuego.
—Me está pegando la lija.
—Ahí, en la heladerita de viaje traigo una tira de asado y un tinto.
—¡Muy bien!
Al volver del paseo, además de leña traían un esqueleto de colchón que serviría de parrilla. Así recibieron la noche comiendo y chupado vino contentos sentados frente al fogón. Y no podía ser mejor, gracias al temporal el cielo acabó limpio y estrellado.
—A ver, si la luz viaja a trecientos mil kilómetros por segundo y la distancia a la Luna es de trescientos ochenta y cuatro mil cuatrocientos kilómetros, el Narval debería rebotar y volver en dos segundos con cincuenta y seis centésimas.
La Luna ya se acercaba al cenit. Roquesor se encaramó al Narval. Desde fuera Tatú sostenía con ambas manos el reloj luminoso con cronómetro, regalo de Manuel Vera. Roquesor comprobó que todo estaba listo y alzó su diestra en ademán a su amigo a través de la ventana, posando a su vez suavemente la siniestra sobre la palanca del convertidor de masa. Se miraron mutuamente, concentrados. Una vez la Luna estaba justo sobre el Narval, la batuta bajó al unísono con la palanca del convertidor y el botón del cronómetro. La prueba fue un destello.
—Dos segundos, clavado —reporta Tatú ni bien Roquesor abre la puerta—. Ya está, ¿no? Volvamos a casa que el frío me está entrando en los huesos.
A tres centímetros (dos años luz en una dimensión normal) del planeta Malo, donde acababa de vender un contingente de niños genéticamente estables, Roquesor acampaba en un asteroide junto al Narval III, su flamante nave comercial. Junto al fogón se sentó a contar una vez más los mil galácticos, moneda recientemente unificada del Quinto Órgano a la que no acababa de acostumbrarse. Terminó de comer un trozo de carne asada y se echó a dormir la siesta en una de las cavernas.
Cuando sintió el silbido los tentáculos del monstruo ya rodeaban su cuerpo. Parecía mentira que había pasado un siglo ya desde aquella tarde en que dejó la Tierra (aún conservaba el reloj de Vera que apretando un botón muestra la fecha), haber tenido que adaptarse a múltiples, disímiles entornos, entre otras mutaciones había sofisticado sus sentidos. Además del frío tentáculo en su cuello el silbido se mezclaba con la música y los aromas de aquella velada en el palacio, ¿cómo pudo haber mutado en esto aquella bonita tez azul?, era Varia, única hija de Asdrubal, rey del estado más rico del planeta Andur.
La atmósfera pobre del asteroide acabó despertándolo de la pesadilla. Del techo de la cueva colgaban pequeños roedores, similares a murciélagos, inmutables a pesar del silbido…
El silbido se acatarraba y aparecían las partículas dibujando la silueta de un joven. Esbelto, delgado, cabello largo y rubio, semblante azul de la madre…, no podía haber confundido la frecuencia con que vibraba su difunta esposa con la de otro ser que no fuera su primogénito. La adrenalina acabó de despertar al Mutante que ya tanteaba los botones de su bastón. El más grande, bajo el pulgar, accionaba el convertidor de masa del traje de malla metálica suspendiendo inicialmente en estado NON a su portador. Rodeando a éste había cuatro en estrella, uno por cada punto cardinal, para desplazar al portador del traje en forma de luz en cada respectiva dirección con tal prodigiosa velocidad. Debajo del dedo índice estaba el que disparaba el láser que podía traspasar o cortar cualquier material. Y un último botón debajo del dedo mayor disparaba hologramas que reproducían en forma y se movían al unísono con el original, que en estado NON tenía justamente la apariencia de un holograma, haciendo efectivo el camuflaje. Única manera de permanecer en un sitio o desplazarse a velocidad inferior a la de la luz, el estado NON hacía al portador inmune a los golpes, pero no al láser, que aún podía quemar las partículas provocando heridas irreversibles. Igualmente, estos artilugios no significaban ventaja en el presente caso desde que su hijo contaba con la misma tecnología.
Los motivos del chico no eran claros. Entre otros su abuelo materno, el rey Asdrubal, culpaba a Roquesor de haberlos abandonado. El Narval III, más grande que un portaviones terrestre, había sido regalo de este viejo risueño quien, entusiasmado con el convertidor de masa, además de nada menos que la mano de su hija había proporcionado a Roquesor lo necesario para que perfeccione su invento. Ignoraba que su flamante yerno había parado en Andur sólo para refugiarse; en sus viajes Roquesor ya había hecho enemigos, entre ellos poderosos como el Emperador del Órgano Tercero, quien no pudo seguir cobrando impuestos al dios de la Tierra desde que éste abandonó su puesto y se fugó con Roquesor a peregrinar por el espacio. Algo de razón tenía el suegro, Roquesor podría haber ayudado de haber estado ahí, pero hacía años que había vuelto a su vagabundear y lejos estaba al tiempo en que la vida en el pequeño Andur era amenazada por su sol moribundo. Cuando la inestabilidad de la atmósfera empezó a anunciar lo inevitable sólo los adinerados tenían acceso a los recursos para emigrar. Así se culpó al avance tecnológico de la guerra de clases y a Roquesor de que la princesa Varia muriese en uno de estos altercados. De todos modos, metafórica o literalmente, es ley natural que el hijo varón acabe matando al padre.
Por si las moscas, Roquesor ya había presionado el botón del láser que perforó el hombro de su hijo ni bien se hizo visible. Ahora flotaban enfrentados, ambos camuflados entre varias proyecciones de su propia imagen. Pero el joven ni imaginaba cuán singular era el personaje que ahora tenía en frente, que distaba del que su madre había conocido en Andur aún más que éste del que habían conocido sus no-discípulos en la Tierra; además de su hombro herido el joven sufría otra gran desventaja, en su caso de nada servían los hologramas, el Mutante podía literalmente oír su vibración, sabía cuál de todos los Vorgina era el auténtico.
—¡Estás cometiendo un grave error! —al hablar Roquesor disimulaba dirigiendo la vista hacia uno de los hologramas—. A tu edad también buscaba venganza pero ¡qué mejor venganza que el perdón!
Con el discurso distrajo al muchacho mientras se acomodaba el calzoncillo que le venía apretando un huevo. El joven respondió embistiendo al segundo holograma a la derecha del Golondrino. La carcajada de Roquesor enfureció aún más al novato quien comenzó a disparar su láser a ciegas derrumbando parte del techo de la caverna. En medio de la confusión el experto Mutante le hace soltar el bastón con un ligero golpe en la muñeca. El chico se materializa y cae a plomo. El Mutante descendió a su lado y dejó caer también el suyo. Llevaba años deambulando solo por el espacio, supuso que el chico no había corrido mejor suerte. Ver un rostro similar al humano le recordó su infinita angustia.
»Humanidad, ¡qué lejos me encuentro hoy de tu regazo tibio! Aún recuerdo cuando cansado de mi soledad volvía a intentarlo, me culpaba a mí mismo, me achacaba errores, convenciéndome de volver a entregarme, de volver a confiar. Humanos, ¡miserables!…
Pero al volver la mirada al joven su semblante volvió a la calma.
»Aunque, éste no es terrícola… Y, ¡es mi hijo!
Vorgina seguía viendo al enemigo, con sus últimas fuerzas atacó desenvainando una daga. Roquesor atrapó su antebrazo antes de que la hoja llegara a su vientre. Las pezuñas de hierro oxidado se enterraron desgarrando músculos y tendones y lo alzó del brazo a diez metros del suelo.
—¡Puedes volar sin el bastón!, creía que era un delirio del abuelo —le dice el joven que colgaba de su brazo sangrando.
—De poco sirve lo que te hayan contado de mí. Hijo mío —mirando al joven a los ojos antes de rematarlo—, ya ni de tu mundo ni del mío soy y comienzo a creer que a ninguno pertenezco.
«No veo forma de zafar de esta, probablemente sea el fin…
Se decía Roquesor, aferrado con sus cuatro extremidades a la carcasa de un colon. Ordenar su pasado en la memoria era cuestión de vida o muerte, y no era tarea fácil habiendo trascurrido ya más de dos siglos Vera desde su partida.
»Pude haberme equivocado al creer esto posible. No encuentro la manera de percibir, de pensar sin razonar…
Y Roquesor ya había conocido extraterrestres de sobra como para saberlo. Las manifestaciones del intelecto diferían de una especie a otra sólo en la medida en que difería la mecánica de su anatomía, especialmente la de sus sentidos y extremidades superiores, que condicionan los gestos y por ende los códigos. En ésta y en una segunda instancia en el lenguaje, el trasfondo de toda cultura obedecía a los consabidos cánones. Sobre esto reflexionaba Roquesor mientras flotaba aferrado al “colon”, que no era otra cosa que una boya espacial, eslabón de una gigante cadena de trillones de años luz que marcaba un límite específico: el espacio mensurable. Curiosamente, esta frontera no presentaba obstáculo físico o tecnológico, de hecho, decenas de intrépidos navegantes la habían cruzado, pero los pocos que lograban regresar volvían esquizofrénicos, incapaces de dar un reporte coherente. De ahí que se decía que lo que había más allá de este límite superaba la comprensión.
Ya traspasar un agujero negro del cuarto nivel no era aconsejable para este tipo y tamaño de nave y, de conseguirlo, uno no sabía a cuál de las otras tres posibles dimensiones iba a parar. Perseguido por naves caza de Tilo, planeta del Undécimo Órgano donde había bajado a robar supermercados, Roquesor se aventuró a zambullir la enorme nave anduriana en nada menos que un agujero negro del octavo nivel. Las tensiones dentro acabaron destrozando el Narval y escupiendo sus restos a lo incierto. Así acabó, prendido como garrapata a la boya espacial provisto sólo de un tanque de oxígeno. Flotando de espaldas al no-espacio, Roquesor intentaba imaginar cómo sería este universo y si hallaría la forma de no enloquecer.
»Es imposible eludir lo lógico. ¿Cómo pensar lo impensable? Puedo crear, es decir recrear, reordenar los códigos, renovar las palabras, pero ¿cómo eludirlas?…
De pronto, el unísono de delicadas voces que parecían salidas de su misma conciencia se sumaron a su tormento:
Restaurando al Miguel,
El Ángel de la Capilla,
Con pequeñas espátulas
Y la furia escondida, [Ahhhjj, ¿Qué?
Aun, en la estable geometría,
Titánica reconstrucción,
Sutil albañilería… ¿Recuerdas?
Eres tú, [¿Quiénes sois? ¿Qué sois?
Él mismo,
¡En el cielo!, ¡arriba!, [¡Aun no he cruzado el
límite…
El cielo que nos mira… [y ya pierdo la cordura!
¿Te acuerdas ahora?, [¿Qué queréis de mí?
Tú eras aquél [¡Decidme algo…
Traidor creador, que sonreía, [… creíble!
Titánico esfuerzo, [Aunque, os advierto,
Recuperando colores
En la Capilla Sixtina. [no tenéis posibilidad
de engañarme…
Tú eres el mismo aquél [perdéis el tiempo;
no soy un ser normal.
Que sonreía. [Matadme,
Como Miguel, [abominables ángeles,
Aquél Ángel, [o retiraos de mí, de mi cerebro,
¿Recuerdas? [antes de que sea demasiado tarde:
Tú sonreías… [¡habréis caído al peor de
los laberintos!
—No somos fruto de tu imaginación, no estás loco, no exageres. A tus espaldas estamos, Páxarus Metálico. ¡Bienvenido seas a nuestros pacíficos prados!
—¿Qué? ¡Qué osadía! ¡Presentarse ante este viejo belicoso como coro de ángeles! Ja, después de todo vuestra valentía me agrada. Pero acercaos, quiero ver cómo sois.
—No, no. Para vernos, deberás librarte de tu yugo.
—Ah, bicharracos inmundos, no sois diferentes al resto de los seres, ¡me pedís confianza! A pesar de que mi sufrido corazón biónico cuenta aún con suficiente, ¿por qué debería seguir ofrendando algo tan valioso a cambio de desprecio e indiferencia?
—¿Has oído hablar de las nereidas?
—¿…?
—Pues ahí tienes después de tanto buscar tu bien merecida respuesta y recompensa.
—Dejadme entender… ¿Quiere decir que este universo es a nuestra psiquis como un mar?
Con ojos ansiosos soltó la boya entregándose al vacío.
** Fin del primer capítulo **
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